Viajar es suspender el tiempo, tomarlo y abollarlo, guardarlo en un bolsillo y llevarlo; hacia donde vayamos, durante el tiempo que dure el recorrido. Transportarlo a donde arribemos, transformado y embellecido, grabado en la piel, como si hubiera estado dormido, y despertarlo una vez que hemos partido. Con el primer paso. Ante el primer ruido.

martes, 29 de marzo de 2011

Perderse en Roma, piano piano

Por Bárbara Asnaghi


Llegar al Aeropuerto de Fiumicino es como poner un pie en la tapa de un libro de historia. Para hundirnos en una serie de sucesos pasados, caóticos y grandiosos, y sobre todo, mágicos; abramos el libro y pisemos la primera página.

Salimos por la puerta principal del aeropuerto, tomamos el tren hacia la Tuscolana, subimos las escaleras de cemento. Finalmente acomodarnos en alguna parte. Y salimos sin el mapa a pasear por la ciudad; porque Roma está hecha de tal forma que ha evolucionado de una manera mágica también ella. No importa hacia dónde nos lleven las calles, pequeñas, laberínticas, de cuento, van hacia todas partes.
Todos los caminos conducen a todo. Las Vie (calles) grabadas en las piedras blancas que son los indicadores, tienen nombres de vírgenes y de santos, de escritores y emperadores. De todas las clases de personas que la forjaron Imperio. Pero no indican nada. Las callecitas nos pierden, nos aíslan. No importa en dónde estamos, porque todo es nuevo y especial. El empedrado. Los edificios de los años cincuenta, de colores pasteles. Las ventanas cuyo marco es verde, y las madres adentro, las hijas, los hombres afuera, gritando. Los bebederos siempre abiertos colocados en diversos puntos de la ciudad. Llegamos sin querer al Coliseo. No sabemos cómo, pero se finalmente llegamos. Y esta es la mejor manera, porque la emoción es imprevista. Sobre todo si mientras se camina hacia ese inmenso teatro del I siglo DC, se escucha en el iPod a Luciano Pavarotti cantando ‘Nessun Dorma’. Si bien es una canción napolitana, el efecto de esta visión, ya conmovedora por su melodía, cobra una fuerza sobrehumana. La magnanimidad inexplicable la música y la visión combinadas se traspasa a nosotros -gracias a la tecnología- mientras caminamos. La magia quizás resida en el recorte del monumento algo roto en el extremo superior, confiriéndole calidad de ruina, y ya no de escenografía.

Hay algo que sucede en el alma al ver el Coliseo a lo que nadie logra acostumbrarse por más que lo intente. Si se llega por “detrás” del Coliseo (por Via Claudia) nos reservamos los foros para el final. Los foros eran los centros de reunión en la época del Imperio, en donde se discutían las cuestiones de gobierno. Mientras caminamos por la Via dei Fori Imperiali, mirando para todas partes e intentando contener todas las imágenes en un instante, condensar todas las épocas en el cerebro, se puede ver a la gente reunida siglos atrás. Están ahí, y de cada columna partida emerge una columna entera, se eleva por encima de nuestra voluntad y se vuelve presente.

Del entretenimiento hemos pasado a la vida política. Sumidos en el sueño de las visiones anacrónicas, despertarmos al ver el camión de helados estacionado casi en el otro extremo de la calle, al que hemos llegado sin darnos cuenta. Compramos uno y al lado nuestro, sin advertirlo hasta entonces, hay un monumento blanco, gigantesco; cuyas fuentes laterales y cuádrigas a lo alto hacen que olvidemos por un momento la travesía anterior. Y saltemos en el libro unas cuantas páginas hacia delante.

El Monumento a Vittorio Emmanuele es despreciado por su enceguecedora blancura que desentona con el resto de los edificios circundantes (al parecer lo limpian constantemente). De este lugar, caminamos unos pasos más y sin querer nos encontramos en Via del Corso. Y lo extraordinario de esto es que del Imperio Romano al Padre de la Patria, se salta a pequeños cafés y negocios de ropa, cuyos dueños no parecen haberse enterado de que lo anterior ha sucedido.

No importa cuánto tiempo llevemos en Roma: nunca se termina de conocer por completo. Trinità dei Monti, con su ostentosa cristiandad, y escaleras abajo, las marcas de ropa más caras de la ciudad y del mundo, es tan maravillosa como las Termas de Caracalla, cerca del barrio de San Giovanni. Y el Circo Massimo, hoy más parecido a un cráter que a una pista de carreras de carrozas, tiene todavía en su suelo una energía inexplicable, quizás residuo de aquellos tiempos. Tal vez sea por eso que los jóvenes lo encuentran un lugar perfecto para recostarse los días de sol.

 No importa cuánto tiempo vayamos a quedarnos: a Roma hay que caminarla. Los tours muestran las “grandes atracciones”, pero no muestran a la ciudad tal como es. Vivir Roma es tomarnos un helado artesanal cerca del Panteón, comer una porción de pizza (pizza al taglio) mientras nos sentamos a pensar en lo que vimos, preguntándonos aún si todo eso fue real o un truco de la imaginación.

Para haber estado en este panino de ruinas entre el Norte y el Sur, hay que tomarse un espresso en el barrio de Trastevere (detrás del río Tevere, como su nombre lo indica). Hay que clavar un taco del zapato en los adoquines de Campo dei Fiori un sábado a la noche. Escuchar los gritos de las conversaciones en cada esquina, la canción del idioma filtrarse por las ventanas. Hay que observar y/o recibir el coqueteo de los mozos en las cafeterías o en los restaurantes. Porque eso es Roma. Lo demás es turismo.

domingo, 27 de marzo de 2011

La noche de San Patricio en Dublin

Por Bárbara Asnaghi


Lo primero que se piensa cuando se menciona San Patricio, la festividad dedicada a conmemorar al Santo patrono de Irlanda, es en la cerveza. Pero no es ni por casualidad ni por prejuicio. Es un hecho que la festividad consiste en tomar cerveza durante los días que dure el fin de semana. Si cae en lunes, quiere decir que ya empezó el viernes anterior. Si cae en jueves, terminará el domingo. Son cuatro días de pub, no importa qué día caiga.

Desde el 16 de marzo las calles empiezan a adquirir un color verduzco cada vez más intenso, que explota de matices el 17, alrededor del mediodía. Sin embargo, las personas que están despiertas a esa hora son más que nada familias con hijos pequeños y parejas, o bien grupos de escolares. Todos ellos se han levantado de la cama y soportado la muchedumbre en los medios de transporte, para observar el desfile en Dame Street, una de las calles principales del centro.
Los demás duermen, aunque no por mucho tiempo más.

Alrededor de las 3 de la tarde el resto de la gente empieza a salir a las calles con la almohada pegada a las mejillas, pero con el mismo entusiasmo de la noche anterior. No están interesados en el desfile que acaba de finalizar. Están buscando el pub más cercano para empezar a tomar cerveza.

Desde la vereda sale el olor dulzón de la madera que ha absorbido demasiado alcohol. Pero en el interior del lugar nadie parece darse cuenta. Desde las ventanas se puede ver el predominio del color verde de las ropas, de las caras pintadas con tréboles, ovejas y banderas. Los gorros de Leprechaun –figura mitológica irlandesa encarnada en un enano pelirrojo- están en todas partes. Si se los mira desde lo alto, pareciera que las calles hubieran sido cubiertas de un césped movedizo.

En Irlanda salen todos, los viejos y los jóvenes. Sobre todo en las fiestas tradicionales; más que nada en San Patricio. En el pub O’Donoghue’s, por ejemplo, hay un grupo de hombres de entre cincuenta y sesenta años, clientes del pub, que llevan sus guitarras celtas y tin whistles para tocar canciones populares irlandesas que todos o casi todos conocen. La más conocida: Galway Girl, de Steve Earle. Entonces, la música invade el espacio, las voces hacen que el suelo vibre. Los extranjeros, que no son pocos, observan. La Guinness, más negra que esa noche, descansa en el vaso hasta que acabe la canción.

Pero lo bueno también acaba. Alrededor de la una de la mañana vuelven a casa, sabiendo que al día siguiente todo volverá a comenzar.

sábado, 26 de marzo de 2011

Volar en colectivo

Por Bárbara Asnaghi


Desde que las aerolíneas de bajo costo invadieron el espacio aéreo con tarifas ridículamente bajas, viajar en avión en Europa dejó de representar lujo y estatus, y pasó a ser un medio de transporte popular.

Los colores amarillo para Ryanair y el naranja de Easy Jet, son la manifestación de la economía en el aire. Es el medio pagano de volar, el carnaval aéreo.

De todas las líneas aéreas de bajo costo, son aquellas dos las que más adeptos tienen, por destinos y precio combinados. Las grandes compañías intentan reducir costos, con el fin de poder competir con los precios en negativo de Ryanair (-€1 Dublín-Londres).

Y la manera de conseguir esto es reduciendo los servicios “de lujo” arriba del avión.  Un ejemplo de esta reducción es la supresión de las toallitas para limpiarse las manos. Hace unos diez años, cualquier aerolínea brindaba este tipo de higienizantes a la hora de comer, o bien previamente, en un estuche en el que además incluían pasta y cepillo de dientes, un pequeño peine de plástico, anteojeras para dormir y en algunos casos hasta un pequeño perfume.

Esa época ha terminado. Viajar en avión es ahora una forma más de trasladarse. En lo único que se diferencia de un colectivo o de un tren, es en la condición aérea y en las azafatas. Aunque ni éstas son las que eran hace diez años. Las/los azafatas/os ahora tienen menos ganas de servir en los vuelos, en parte debido a la reducción de costos de la aerolínea, que implica sueldos más bajos y un proceso de selección menos exhaustivo.

Pero también ese abaratamiento produjo carencia de insumos en el vuelo. Se puede ver a los tripulantes de cabina desesperados, buscando cucharitas de plástico que no tienen, tapas de vasos que no alcanzan o servilletas que no encuentran. Como si fuera un bar de minutas.

Ni siquiera el check-in ha conservado su particularidad aeronáutica. Las largas colas de personas con maletas gigantescas en los aeropuertos cada vez son menos largas, gracias a la modalidad de registro online y a las restricciones de equipaje. A este último respecto, Ryanair admite una única pieza de equipaje de cabina, de no más de 55x40x20. En caso de que la maleta exceda mínimamente estas medidas, se aplica un monto de €40. Lo mismo sucede a quien olvida imprimir la tarjeta de embarque, aunque actualmente la mayoría de los aeropuertos cuentan con impresoras distribuidas cerca de los mostradores. De todas formas, siempre es mejor estar preparado. Para el equipaje a despachar hay que pagar un monto extra y se debe requerir con antelación hasta pocas horas antes de la salida del vuelo. Muchos están esperando la modalidad de baggage-drop sin colas, pero eso probablemente tarde algunos años más.

Lo interesante de esta transición es que a pesar de las deficiencias que genera que el servicio ya no sea exclusivo, es, precisamente, que ahora es inclusivo, dando a todos la posibilidad de volar a cualquier parte y conocer las maravillas de Europa por pocos euros. Aunque sea con las manos sucias.