Viajar es suspender el tiempo, tomarlo y abollarlo, guardarlo en un bolsillo y llevarlo; hacia donde vayamos, durante el tiempo que dure el recorrido. Transportarlo a donde arribemos, transformado y embellecido, grabado en la piel, como si hubiera estado dormido, y despertarlo una vez que hemos partido. Con el primer paso. Ante el primer ruido.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Ventanilla o Pasillo

Por Bárbara Asnaghi


A través de la ventanilla, el paisaje se va estirando como chicle. Volamos cada vez más alto, y sentimos que somos gigantes observando de lejos a todo un pueblo de Playmobils.
La grandeza otorga altura, la altura desarrolla una perspectiva; la perspectiva nos hace conscientes del hecho de que hay algo más grande que nosotros sobre nuestras cabezas, y algo mucho más pequeño a nuestros pies.

Prueba de esto es que los niños siempre quieren ventanilla. Y no es casual. La sensación de ser ellos los que miren desde arriba, el poder que brinda esa magia que es solamente una mezcla de altura y de cabina presurizada, hace que valga la pena aburrirse varias horas arriba de un avión.

Los adultos descubren que son adultos, en cambio, la primera vez que eligen pasillo. Quizás no lo sepan entonces, pero algo en el fondo les dice que han perdido el entusiasmo o la curiosidad que significa estar en un pedazo de metal alado a 10.000 metros de altura. Con la edad, empieza a ser más importante poder pasar al baño cuando se quiera, o sentir un ilusorio control a ejercer sobre el carrito de la comida que pasa por al lado. Somos nosotros quienes alcanzamos la bandeja a la persona que ha quedado en ventanilla. Si el líquido del vaso cae, que sea por nuestro propio problema motriz, no por el de otro.

Así, quien elige pasillo, quiere seguridades. Quiere poder tener prioridad al salir del avión, como una importancia que se hubiera ganado con esfuerzo o como un derecho de piso. Quiere distancia de otros seres humanos, quiere tener también un amplio espectro visual sobre lo que ocurre a su alrededor, en el mundo terrenal.

Sin embargo, cuando un adulto excepcionalmente elige ventanilla, está diciendo algo sobre sí. Está aceptando el desafío de volver atrás en el tiempo, a la época en la que no ejercía control alguno sobre sí o los demás. Es saber que visualizar la maqueta del paisaje desde el aire, compensará cualquier ser desagradable junto al cual quedemos acorralados durante el vuelo. Es arriesgarse a quedarse dormido sin percibir que el carro de la comida ha pasado. Es pedir permiso para ir al baño, como hacen los niños.

Es permitirse perder el control de la situación y quedar suspendidos en el aire por dos, cuatro o muchas más horas.





sábado, 8 de octubre de 2011

Would you like a cup of me?

Por Bárbara Asnaghi


En cada país, la tradición de invitar y hacer amigos nuevos–o confirmar viejos- varía según la bebida que se ofrece al visitante.

Si llegamos a casa de un argentino o un uruguayo, por ejemplo, van a ofrecernos un mate. El mate es un pedazo de alma que se entrega al otro, para que la comparta. El mate es un ofrecimiento de amistad. Quizás sea por esto que hacemos más amigos de los que podemos mantener. El mate lleva en sí la nostalgia. La bombilla es como la garganta, por donde nos pasan las emociones, y se nos hace un nudo que desatamos cuando sorbemos un poco.

Si en vez de eso, pisamos la casa de un italiano, enseguida nos pondrá en su “machinetta” el café molido, para tomar una pequeña taza, sin leche y con muy poco azúcar. El café es un medio de conversación que brinda intensidad a las palabras.
Un griego en cambio nos sentará en una cafetería, a hablar por horas sobre la vida, la política. Es una invitación a la discusión de ideas y sueños. El café típico “griego”, para muchos es también turco. ¿En esta dicotomía del origen yacerá otra más profunda que se nos ofrece con la bebida? ¿Nos estarán explicando un poco de historia con esta ambigüedad?

Los ingleses, en cambio, nos darán a probar su té. El té en Inglaterra es un ritual que expresa cortesía, amabilidad. Es menos que amistad, pero acorta la distancia entre las personas que lo comparten. Es un pase diplomático a la casa del otro, un reconocimiento oficial a su presencia.   

En Irlanda se nos invita a una cerveza, en casa o en el pub de la esquina. Es, de alguna forma, una invitación a olvidar. A olvidar el frío, la lluvia, el trabajo del día. Es una parte de aquél recóndito país, que nos tienta a probar un poco de su esencia en la espesa negrura de la Guinness.

En cualquier caso, las bebidas que se nos ofrecen en una visita son un reflejo de lo que cada uno es, que es indivisible del lugar del que uno viene. Es una forma de ser reconocidos como individuos y como pertenecientes a una determinada sociedad, con sus miedos puntuales, sus inquietudes, su pasado específico y compartido. Es compartir todo eso con quien llega, es decirle al otro, implícita y subconscientemente, que amamos nuestro origen y queremos compartirlo con él.

Es un pedazo de uno mismo que se ofrece para ser degustado, en taza, vaso, calabaza o jarrito.