Por Bárbara Asnaghi
En cada país, la tradición de invitar y hacer amigos nuevos–o confirmar viejos- varía según la bebida que se ofrece al visitante.
En cada país, la tradición de invitar y hacer amigos nuevos–o confirmar viejos- varía según la bebida que se ofrece al visitante.
Si llegamos a casa de un argentino o un uruguayo, por
ejemplo, van a ofrecernos un mate. El mate es un pedazo de alma que se entrega
al otro, para que la comparta. El mate es un ofrecimiento de amistad. Quizás
sea por esto que hacemos más amigos de los que podemos mantener. El mate lleva
en sí la nostalgia. La bombilla es como la garganta, por donde nos pasan las
emociones, y se nos hace un nudo que desatamos cuando sorbemos un poco.
Si en vez de eso, pisamos la casa de un italiano, enseguida
nos pondrá en su “machinetta” el café molido, para tomar una pequeña taza, sin
leche y con muy poco azúcar. El café es un medio de conversación que brinda
intensidad a las palabras.
Un griego en cambio nos sentará en una cafetería, a hablar
por horas sobre la vida, la política. Es una invitación a la discusión de ideas
y sueños. El café típico “griego”, para muchos es también turco. ¿En esta
dicotomía del origen yacerá otra más profunda que se nos ofrece con la bebida? ¿Nos
estarán explicando un poco de historia con esta ambigüedad?
Los ingleses, en cambio, nos darán a probar su té. El té en
Inglaterra es un ritual que expresa cortesía, amabilidad. Es menos que amistad,
pero acorta la distancia entre las personas que lo comparten. Es un pase diplomático
a la casa del otro, un reconocimiento oficial a su presencia.
En Irlanda se nos invita a una cerveza, en casa o en el pub
de la esquina. Es, de alguna forma, una invitación a olvidar. A olvidar el frío,
la lluvia, el trabajo del día. Es una parte de aquél recóndito país, que nos
tienta a probar un poco de su esencia en la espesa negrura de la Guinness.
En cualquier caso, las bebidas que se nos ofrecen en una
visita son un reflejo de lo que cada uno es, que es indivisible del lugar del
que uno viene. Es una forma de ser reconocidos como individuos y como
pertenecientes a una determinada sociedad, con sus miedos puntuales, sus
inquietudes, su pasado específico y compartido. Es compartir todo eso con quien
llega, es decirle al otro, implícita y subconscientemente, que amamos nuestro
origen y queremos compartirlo con él.
Es un pedazo de uno mismo que se ofrece para ser degustado,
en taza, vaso, calabaza o jarrito.
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